Diré, para comenzar, que esta tarea ha sido
placentera, porque el libro de Fernando Villarán está muy bien escrito. Tal y
como él me había anticipado, está dividido en módulos independizables, de
manera que puede leerse en el orden que a uno le parezca mejor.
Así lo hice, y decidí empezar por los acápites donde
se resumen conclusiones, considerando que los pormenores de la gestación de la
crisis, con los avatares de las hipotecas, los derivados, las andanzas de
Bernard Maddock , Lehman Brothers y demás, ya me eran bastante familiares.
Pero resulta que Villarán escribe con un estilo tan
diáfano y de una forma tan entretenida que, al final, he terminado por leer el
libro entero, cosa que recomiendo a todos. El relato de la crisis está lleno de
anécdotas, diálogos, recuerdos de experiencias del propio autor, citas y
comentarios sabrosos, de manera que, además de resultar muy accesible, captura
el interés de cualquiera.
COINCIDENCIAS
Para el autor, la presente crisis mundial pudo haberse
advertido y conjurado en su debido momento, si no fuera porque los gobernantes,
los poderosos medios de comunicación, los gerentes de las grandes empresas y
buena parte de los más influyentes economistas estaban imbuidos de la ideología
neoliberal, cuyos dogmas sobre la mano invisible del mercado y la no
intervención del Estado se habían hecho sagrados, al punto de que impedían ver
lo que estaba pasando en la realidad.
Suscribo sin objeciones la descripción que Villarán
hace del papel que cumple la falacia neoliberal para nublar el entendimiento y
distorsionar la realidad.
Bajo el influjo de esa ideología, que cree ciegamente
en el libre juego de las fuerzas del mercado, se impuso la desregulación
financiera, con lo que se soltaron las amarras para la codicia y la
especulación bursátil.
Dice el autor: “Todo esto no hubiera
ocurrido si es que el Estado norteamericano no hubiera abandonado su rol
regulador…” (325).
De lo dicho parece deducirse, como que dos y dos son
cuatro, que hay que restablecer las regulaciones necesarias para que las cosas
vuelvan a su nivel.
Cabría discutir cuáles son esas regulaciones
indispensables, y al respecto tengo algunas cosas que decir, pero dejaremos eso
para más adelante.
Porque ocurre que luego, en la segunda mitad del
libro, Villarán introduce otro discurso: el tema de la innovación.
SCHUMPETER Y LA INNOVACIÓN
El autor hace un breve análisis comparativo de las
ideas de los grandes economistas: Smith, Marx y Keynes, y nos propone instalar
en ese parnaso, como el cuarto entre los mejores, a Joseph Schumpeter:
“Desde mi punto de vista –dice Villarán– Smith, Marx y Keynes no vieron
el ‘elefante del circo’ o, si lo vieron, le hicieron poco caso… …al dejar fuera
de sus análisis, y sobre todo fuera de sus propuestas de política económica, la
ciencia, la tecnología y la innovación” (219).
“El primer economista que colocó en el centro de la economía a la
tecnología –continúa el autor– es Joseph Schumpeter. Su tesis sobre la
innovación tecnológica como propulsora del crecimiento es el principal aporte a la economía de los
últimos tiempos.”
La tesis del autor puede resumirse en esta cita que
hace de Justin Yifu Lin: “para cualquier país, en cualquier tiempo, el
fundamento del crecimiento sostenido es la innovación tecnológica” (229).
Frente a la crisis, propone como salida una estrategia cuyo principal
componente sea la innovación como motor. Para el logro de las innovaciones,
dice, son necesarios el impulso del emprendedorismo y la educación de calidad.
Su elogio de la innovación concluye en que “de hecho, si solo
existieran los schumpetereanos no se habría producido la crisis financiera ni
su secuela de recesión, desempleo y pobreza en todo el mundo” (271).
Encontramos aquí una dicotomía. Antes se nos dijo que la crisis no
hubiera ocurrido si no se hubieran levantado las regulaciones. Ahora parece
decirnos que lo que debió hacerse fue aplicar la innovación schumpetereana.
Lo primero, como dijimos, se desprende lógicamente del relato de la
crisis que se hizo en la primera mitad del libro. Lo segundo, no tanto.
Pero debemos pasar por alto esta aparente inconsistencia, porque,
después de todo, aunque la segunda parte del libro no parezca desprenderse de
la primera, lo cierto es que el autor presenta bastantes argumentos para
defender las ideas de Schumpeter, y ello merece una respuesta.
¿Es la innovación la salida a la crisis y el fundamento del verdadero
desarrollo?
El libro abunda en ejemplos históricos en los que empresarios,
corporaciones y naciones enteras han obtenido éxitos resonantes y han generado
riqueza bajo el formidable impulso de la innovación.
Por mi parte, no tengo ningún problema en decir que la innovación ha
sido y es, en la historia de la humanidad, esa habilidad que nos ha distinguido
de los otros seres vivos y nos ha permitido, a lo largo de los siglos, aumentar
nuestro dominio sobre la naturaleza, creando las bases para satisfacer cada vez
mejor nuestras necesidades y realizarnos como seres humanos. Creo ser tan
ferviente partidario de la innovación como el autor del libro, y como también
creo que lo fue Marx.
Pero aquí es donde quiero introducir una distinción entre dos
categorías de beneficios que la innovación puede aportar.
Cuando un individuo, una empresa o una nación introducen determinada
innovación tecnológica, la posesión de ese adelanto les proporciona una
condición ventajosa sobre los que todavía no lo tienen, y esa ventaja
competitiva, como es lógico, les reporta ganancias. Esa es la primera categoría
de beneficios.
Esos beneficios pueden llegar a ser gigantescos, y pueden enriquecer a
los poseedores de esa innovación, como lo han hecho una y otra vez; pero
tienen, al mismo tiempo, la característica de ser transitorios y excluyentes.
Son transitorios porque, tarde o temprano, los otros individuos, las
otras empresas o las otras naciones, que al principio estaban desprovistas de
la nueva maravilla tecnológica, terminarán por adquirirla o equipararla, sea
mediante el pago de las patentes, mediante la invención de otros artilugios
semejantes o incluso, como hemos visto algunas veces, de la piratería, en
ocasiones protegida por cubiertas judiciales. Llegados a este punto, la ventaja
competitiva deja de serlo, y los beneficios, simplemente, se esfuman.
Tal cosa ocurrió, por ejemplo, con los prósperos programadores del
mítico Silicon Valley cuando, luego de algunos años, sus émulos de
Bangalore, en la India, hubieron adquirido las mismas habilidades y pudieron
hacer el mismo trabajo cobrando salarios drásticamente inferiores. Los
americanos que pasaron al desempleo decían “my
job has gone to Bangalore”.
Cuando el beneficio transitorio termina por desaparecer, entonces hay
que buscar otra innovación, que nos vuelva a colocar en ventaja respecto de
nuestros competidores. Esa ventaja, además de transitoria, es, por definición,
excluyente: yo me beneficio en la medida en que los demás no tengan lo que yo
tengo.
Marx describió clara y minuciosamente ese mecanismo de transitoriedad
de la innovación, y del análisis del mismo concluyó, precisamente, en su
magistral teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Pero ese carácter transitorio y excluyente de este primer nivel de
beneficio de la innovación, si bien es un acicate muy conveniente para el
progreso, no puede ser considerado una solución general para el bienestar de la
humanidad. Siempre habrá ganadores y perdedores en un esquema de este tipo, y
aunque los ganadores de hoy puedan ser los perdedores de mañana, tal cosa es un
triste consuelo.
Sin embargo, Villarán parece pensar que esa categoría de beneficios
basta para consagrar a la innovación como el motor del crecimiento (de paso, debo
decir que tampoco el crecimiento, sino más bien el desarrollo, que es cosa
distinta, puede seguir siendo el
objetivo de la humanidad, menos aun cuando aquél nos está conduciendo a la
depredación del ambiente habitable).
Hay, sin embargo, otra categoría de beneficios de la innovación, mucho
más importante, destinada a proporcionar bienestar a toda la humanidad y que,
sin embargo, ha sido curiosamente invisibilizada y nos termina siendo
escamoteada, hoy más que nunca.
En la Grecia antigua, en tiempos de Cicerón, la invención del molino de
agua, un prodigio para la época, motivó que el poeta Antipatros escribiera:
Dejad quieta la mano, oh,
molineras, y dormid en paz
En vano el gallo os anuncia
la mañana
Deo ha encomendado a las
ninfas el cuidado de vuestras faenas
Y ahora brincan gozosas
sobre los radios, moviendo alegremente la pesada piedra.
Dejadnos vivir la vida de
los padres y disfrutar, sin el fardo del trabajo,
De los dones que nos envía
la diosa.
La intuición del poeta es certera: nos dice que el verdadero beneficio
de ese adelanto tecnológico debería ser liberar a los seres humanos de la
pesada faena de empujar la piedra.
Siglos después, en plena revolución industrial, John Stuart Mill tuvo
la misma clarividencia cuando dijo, en 1848: “Habría que preguntarse si todos
los inventos mecánicos producidos hasta ahora han contribuido a aliviar el
esfuerzo cotidiano de algún ser humano”.
El reclamo de Stuart Mill no cayó en saco roto en su época, porque toda
la segunda mitad del esa centuria estuvo signada por las grandes luchas
sindicales mediante las cuales se logró reducciones de la jornada de trabajo,
desde 16 horas a 12, luego a 10 y, finalmente, en 1919, a las históricas 8
horas.
Hoy, cuando la humanidad parece haber olvidado por completo su derecho
a reclamar el principal, el único duradero, verdadero y universal beneficio que
podemos obtener de las maravillas de la tecnología, y que no es otro que la
reducción del tiempo de trabajo, la lucidez del gran Eduardo Galeano nos
interroga: “¿Para qué sirven las máquinas, si no reducen el tiempo de trabajo
humano?”.
Deberíamos despertar del sopor nefasto en que nos encontramos, y darnos
cuenta de que la verdadera finalidad de la innovación no puede ser otra que
liberar al ser humano del trabajo.
En buena cuenta, ¿qué es la técnica, sino la manera de hacer las cosas
con cada vez menor esfuerzo y en cada vez menos tiempo?
Las innovaciones, si no vienen acompañadas de reducciones periódicas y proporcionales
de la jornada laboral, terminan provocando desempleo, explotación, pobreza,
marginación y hasta violencia.
Lo sospechaban así los tejedores que, cuando se inventó la máquina de
hilar, la quemaron en una plaza pública, temerosos de que “Spinning Jenny” (juanita la tejedora) les quitara el trabajo.
Importantes economistas, como Stiglitz, Krugman y Nadal, han señalado que
la crisis mundial actual tuvo su origen en la falta de crecimiento de la
demanda agregada, y no simplemente en la “falta de regulación”, que solo fue su
detonador visible.
Pero, me permito preguntar, ¿por qué se ha frenado el crecimiento de la
demanda agregada, sino porque, en medio de esta maravillosa revolución
informática, no hemos sido capaces de reducir el tiempo de trabajo? ¿No es
obvio que, sin esa reducción, el crecimiento de la demanda agregada resulta
licuado por la innovación tecnológica?
La cuestión del tiempo de trabajo está tan ligada al tema de la
innovación como una cara de la moneda a la otra. La principal objeción que
puedo hacer al enfoque de mi amigo Fernando Villarán es haberse deslumbrado un
tanto con el brillo del primer lado, olvidando que tiene un reverso.
Carlos Tovar