jueves, 6 de noviembre de 2008

Ceguera


Me resultó electrizante ver Ceguera, la versión cinematográfica de la novela de Saramago, justo ahora, en este extremo del camino al que nos ha conducido el capitalismo desenfrenado. La metáfora que ha construido Saramago (porque, sin duda, se trata de una metáfora de la sociedad, aunque ajena por completo al didactismo y al panfleto) es tan exacta, estremecedora y contundente, que me suscita cantidad de comparaciones, imágenes y reflexiones, que se me hacen un tumulto.
Y todo eso, justo ahora, cuando hemos estado polemizando sobre si hay o no hay un incremento de la jornada laboral, si es o no conveniente reducir la jornada de trabajo, etc.
Se construye un muro gigantesco para impedir que los hispanos sigan entrando en los Estados Unidos, de la misma manera en que los ciegos son recluidos en un campo de concentración en la novela: hay gente que debe ser impedida de ingresar al mundo del bienestar (o, al menos, al que hasta hace una semana era el mundo del bienestar), y debe quedar recluida en los arrabales del planeta.
Precarias barcazas atestadas de inmigrantes ilegales atraviesan temerariamente el mar para tratar de depositar su carga en los países de la rica Europa. Y con frecuencia naufragan antes de llegar, y esos desdichados pierden la vida en su intento por llegar a un mundo mejor, por huir de la miseria y el desempleo de sus países de origen.

Se aprueba, en la civilizada Europa, una ley para capturar, recluir y expulsar como apestados a los inmigrantes ilegales, igual como en la película son capturados los ciegos.
Y estos repudiados inmigrantes, ¿qué vienen a hacer a esos países ricos? ¿Vienen acaso a practicar el vandalismo, a destruir propiedades, a robar, a violar mujeres? ¿Qué delito nefando pretenden cometer, para merecer que se los expulse?
Su delito es que quieren TRABAJAR. Trabajar, eso es todo. Quieren aportar su esfuerzo para contribuir al crecimiento económico de esos países emblemáticos de la libertad y la civilización occidental (como, de hecho vienen contribuyendo hace años).
¿Qué clase de globalización es ésta, en la que se nos dice que debemos abrir nuestros mercados para comprar los productos de todas partes del mundo, pero, cuando queremos vender nuestro principal y más preciado producto, el único producto de que disponemos como proletarios, (es decir, nuestra fuerza de trabajo) en los países a los que les estamos comprando tantas y tantas mercancías desde hace tantos y tantos años, se nos dice que nuestra mercancía (nuestra fuerza de trabajo) no puede ingresar al mercado de esas naciones ricas?
Se quiere recluir a los pobres en los arrabales del mundo, en los guetos de la miseria, e impedirles por todos los medios que escapen. ¿Y saben por qué? ¡Porque hay desempleo!. Ese es el problema. No hay empleo suficiente, ni siquiera en los países más ricos. No hay empleo digno y suficiente, prácticamente en ningún rincón del mundo que conozcamos. Y como no hay empleo suficiente, pues hay que recluir al personal sobrante. O, lo que es lo mismo, deben recluirse, los ricos, en países amurallados, resguardados a fuego, para impedir que los miserables entren a disputar los escasos puestos de trabajo.
Con lo que llegamos a la última pregunta: ¿y por qué, maldita sea, no hay empleo suficiente? ¿Por qué, en este mundo de superproducción, no hay empleo decente para todos los ciudadanos?¿Por qué el derecho humano al trabajo digno les es negado a centenares de millones de personas en el mundo?

La respuesta, amigos, es muy simple: falta empleo porque los que tienen trabajo están trabajando demasiado. El aumento de la productividad, que debería beneficiarnos a todos, se convierte en una amenaza, porque cuando la productividad aumenta en una empresa, se despide gente, en lugar de reducir las jornadas, que sería lo único sensato. Hay que reducir la jornada para que todos tengan trabajo (y cuando todos tengan trabajo, dicho sea de paso se pondrá fin a la pobreza). Hay que reducir la jornada, amigos, ciudadanos del mundo, porque, de no hacerlo, estamos alimentando una caldera de discriminación exclusión, violencia social como nunca antes se ha visto. Hay que reducir la jornada, y hay que hacerlo drásticamente, porque de lo contrario el mundo se encamina a la barbarie.
Pero cuando vamos, entonces, felices de haber encontrado la solución, donde la gente, para proponerle que pongamos en práctica esta medida sencilla, sin costo, de resultados inmediatos y universales, como es la jornada de cuatro horas, ¿qué nos dice la gente? La gente se espanta. La gente se horroriza, se irrita, nos dice que estamos locos. Algunos dicen: ¡me da la gana de trabajar 24 horas, me gusta la plata, y listo!
Entonces, descubrimos, aterrados, que lo que pasa es que la gente, nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo, toda la gente, ESTÁ CIEGA.