martes, 28 de septiembre de 2010

lunes, 27 de septiembre de 2010

Jornada laboral: ¿negociación o coerción?

Seguimos respondiendo a Hans Rothgiesser,  acerca de la jornada de cuatro horas.
Dice Hans (y esta parece ser la discrepancia central conmigo, desde que comenzamos este debate) que está de acuerdo con la reducción de la jornada, pero que tal cosa debe ocurrir como resultado de “un proceso de negociación”, que no va a ser fácil, pero que es preferible a una huelga. Dice que si queremos hacer una huelga, el patrón nos dirá: “puff, con la tecnología que hay ahora, ya no te necesito” (no es así, pero vamos a suponer que lo sea).
Bueno, sigamos el razonamiento de Hans y vayamos a negociar. Llegados a la puerta de la negociación, nuestro interlocutor nos dice: “hay dos tipos de empresarios: desalmados y con conciencia. Con los desalmados no se puede negociar, así que solo nos queda hacerlo con los otros (los que están empleados por empresarios desalmados, esán descartados junto con sus patrones, sin haber tenido ocasión de decir esta boca es mía). Pero no importa, sigamos por la ruta del buen Hans. Negociamos con el empresario responsable y, supongamos que el hombre accede a reducir la jornada.
¿Qué pasa en este caso? Muy sencillo: nuestro buen empresario pierde, inmediatamente, competitividad respecto de las otras empresas que disputan el mismo mercado que la suya. ¿Por qué pierde competitivdad? Porque sus costos suben, obviamente. Va camino a la bancarrota, por pretender portarse como bueno en un sistema que no está hecho para eso.
Aquí viene lo interesante, porque una reducción de la jornada, que, como hemos visto, practicada unilateralmente por un empresario (o por un país), lo conduciría a la bancarrota, esa misma reducción, digo, si se instituye de manera universal,  sí conseguiría el objetivo que Hans y yo estamos de acuerdo (yconste que el reitera estar de acuerdo) en buscar. Lo conseguiriá porque, al ser de aplicación universal, con ello se evitaría que los “empresarios desalmados”, que no aceptan la reducción,  saquen provecho, injustamente, de la pérdida de competitividad que los empresarios “conscientes” han sufrido al aceptar, ellos sí, la reducción de la jornada.

Así es como funciona la jornada de trabajo: o se aplica de manera universal, o fracasa. Por eso es que la jornada de 35 horas, aplicada hace años en Francia, se ha venido por los suelos, y, recientemente, la Comunidad Europea autorizó jornadas de 60 y hasta 65 horas semanales. Lo han hecho porque no han podido soportar la pérdida de competitividad frente a la competencia de países asiáticos que, lejos de reducir la jornada, la prolongaron hasta doce o más horas. Es lo que se conoce como “race to the bottom” (carrera hacia el fondo): se compite por ver quien consigue degradar más los estándares laborales.
Así que, si queremos establecer la reducción de la jornada, aunque fuere de manera negociada, tenemos que hacerlo de manera universal. Una negociación internacional, en un foro igualmente internacional.
No veo otra manera de llegar a una negociación de ese nivel que mediante una huelga internacional, que permita poner en la agenda ese tema. Puedo garantizar que si vamos a una huelga mundial (completamente pacífica y democrática, por supuesto), en muy poco tiempo estaremos negociando (como Hans quería) con los empresarios la reducción de la jornada. Como digo en el libro (que Hans ya no tiene pretexto para no leer, puesto que hemos hecho canje), propongo  un acuerdo para reducir media hora cada mes, durante ocho meses, hasta llegar a las cuatro horas. Luego, cada diez años, se volverá a medir el aumento de productividad, para reducciones adicionales.
El tema de si son cuatro horas o cinco horas (cinco y tres cuartos, mi estimado, es un disfuerzo), lo tocaremos más adelante, pero insisto en que no es importante. Si comenzamos ahora con cinco, dentro de diez años tendremos cuatro. Todos los caminos conducen a Roma.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Ganar lo que se produce: el dilema de mil demonios.

La tercera observación que hace Hans Rothgiesser se refiere al tema del excedente o, en otras palabras, de la plusvalía. Dice que si queremos sostener que el trabajador no recibe todo lo que produce, y que el capitalista se queda con una parte, ese el el “rollo marxista” y que la cosa se va a poner pesada.
No puedo aceptar el argumento de que ”el rollo marxista no se aplica aquí”. En realidad, no es argumento, es una descalificación a priori. Yo podría responder descalificando “el rollo de la escuela austriaca” (que Hans parece suscribir), diciendo que es el fundamentalismo neoliberal, o qué se yo. Por ese camino no vamos a ninguna parte.
Desde que en 1997 John Cassidy, en un célebre artículo publicado en New Yorker, propuso a Marx como el pensador del milenio, y poco después, en una encuesta de la BBC, el voto del público decretó lo mismo, ya resulta difícil sostener que ”el rollo marxista no se aplica”. Por el contrario, crece el consenso acerca de que el análisis que Marx hace del capitalismo es imprescindible para entender la economía actual.
Pero voy a tranquilizar a Hans (y, de paso, a los lectores): no voy a argumentar aquí y ahora sobre la teoría de la plusvalía. No es necesario hacerlo, podemos abordar la cuestión de otra manera.
Lo que yo digo es algo más sencillo, y lo digo en el vídeo. Cuando un trabajador pasa a usar una maquinaria más moderna y rápida, y con ello aumenta su productividad, ¿dónde va ese aumento de productividad? ¿Se reparte equitativamente entre el trabajador y la empresa?
La costurera de nustro ejemplo, cuando pasa a producir dieciséis polos diarios en lugar de ocho, ¿recibe una compensación adecuada a ese incremento de la producción?
Antes de responder, tengamos en cuenta que sería perfectamente posible que, habiendose duplicado la producción, se duplicaran también los salarios y las ganancias de la empresa. El trabajador pasaría a recibir un salario equivalente a la venta de ocho polos, en lugar de cuatro. Y la empresa pasaría a obtener una ganacia equivalente también a ocho, en lugar de cuatro. Ambas partes, trabajador y empresa, saldrían ganando.
Ahora, la pregunta es si esto efectivamente ocurre así, y a mí me resulta bastante obvio que no.
Cuando mi productividad como diseñador se cuadruplicó (en realidad, hasta se quintuplicó, probablemente), en los noventas, mi salario se incrementó, es cierto, pero ni remotamente se cuadruplicó (ni siquiera se duplicó).
Usted, amigo que nos lee ahora, haga el mismo razonamiento sobre su trabajo, y probablemente encontrará que le ocurre lo mismo.

Cuando se incorporan, en esta fabulosa revolución tecnológica que estamos viviendo, más y más adelantos tecnicos a nuestro trabajo, lo normal es que los incrementos de productividad que ellos acarrean vayan en beneficio de la empresa, mientras que nuestros salarios, si tenemos suerte, reciben un aumento de 10 o 20%, y si no la tenemos, nada. Es así como ocurren las cosas, y eso lo sabe cualquiera que trabaje por un salario. Ni siquiera se nos ocurre exigirle a la empresa que nos aumente en proporción con la productividad. En resumen, no recibimos todo el producto de nuestro trabajo.
Esta es, en resumidas cuentas, la respuesta a la pregunta que se hace Hans sobre si el trabajador debe ganar todo lo que produce. Debería, pero no gana eso, ni mucho menos.
Queda, entonces, un excedente, que se va aculmulando en forma de capital. Y queda por otra parte, un problema, porque por ese camino vamos, como hemos visto (y lo vemos en el vídeo) a los despidos, que ocurren cuando, habiendo aumentado la productividad, resulta que para producir lo mismo se necesitan menos trabajadores que antes, y el resto debe ser echado a la calle.
Y ese es, precisamente, el otro argumento para responder a Hans. Porque si los trabajadores ganaran todo lo que producen, y cuando aumenta su producción se les aumentara proporcionalmente el salario, entonces, según lo diría Keynes, aumentaría su consumo, y no deberían ocurrir despidos. Pero el caso es que ocurren. Y el caso es que hay desempleo permanente (“estructural”, para usar el eufemismo en boga).
La existencia del desempleo es la otra prueba de que no se consume todo lo que se produce.
Y para mostrar esto no hemos tenido que recurrir, ni por un momento, al temido “rollo de la plusvalía”, sino a simple sentido común y a la experiencia de cada uno.

martes, 21 de septiembre de 2010

Preguntas sobre las 4 horas (nuevo vídeo)


Marco Aurelio Denegri entrevista a Carlín sobre “Manifiesto del siglo XXI” y la jornada de cuatro horas (diciembre 2006).

jueves, 16 de septiembre de 2010

Lo que un trabajador debe ganar (repuesta al segundo punto de Rothguiesser)

La segunda observación de Hans Rothguiesser se refiere a cuánto debe ganar un trabajador. Hans nos exige definir si pensamos que un trabajador debe ganar solamente lo que necesita para vivir, o debe ganar lo que produce (en cuyo caso, solo queda esperar que produzca lo necesario para vivir, o si produce más que eso, tanto mejor para él).
Parece que si dijéramos que el trabajador debe ganar lo que necesita para vivir, eso sería conforme con la idea de limitar el tiempo de trabajo. Una vez obtenido lo que necesita para vivir, el trabajador no debería continuar trabajando, sino ir a su casa a descansar y a disfrutar del tiempo libre.

Si dijéramos, en cambio, que el trabajador debe ganar lo que produce, parecería que esa respuesta no admite la limitación del tiempo de trabajo. Si Desea trabajar más, porque desea ganar más, no se le debe impedir que prolongue su jornada de trabajo hasta donde le plazca.
Pero, en realidad, faltan otras preguntas, que nos pueden sacar de esa dicotomía:
1)¿cuándo el trabajador gana todo lo que produce, y cuándo le retribuyen solo parte de lo que produce, quedándose la empresa con otra parte, bajo la forma de ganancia?
2)¿qué pasa con el trabajador que no gana según lo que produzca, sino que es retribuido con un sueldo o salario fijo? ¿Acaso este trabajador gana más cuanto más trabaja? De ninguna manera. Cuanto más trabaja esta persona, recibe el mismo salario y, obviamente, el resto queda como utilidad de la empresa.

Las preguntas tienen que ver con la jornada de trabajo. Veamos:
1)Cuando se producen adelantos técnicos que permiten dar saltos en la productividad (como es el caso de la actual revolución informática), lo que significa que los trabajadores pasan a producir mucho más que antes, ¿acaso se les aumenta la retribución proporcionalmente a esa mayor producción (ya que, de hecho no se les reduce la jornada de trabajo, que sería otra forma de compensar el aumento de su productividad), para que, como quiere Hans, continúen “ganando lo que producen”, y no pasan a ganar, en realidad, de manera subrepticia, cada vez menos de lo que producen?
2)Si, como en el caso de la confeccionista que mostramos en el vídeo, el aumento de la productividad se vuelca hacia la utilidad de la empresa y no hacia el trabajador, lo más probable es que, tarde o temprano, ese aumento de la productividad se traduzca en despidos. Y, por otra parte, ese mismo aumento de la productividad se traduce también en un aumento de la composición orgánica del capital, como consecuncia del cual, a su vez, tiende a caer la tasa de ganancia (o sea, a agudizarse la crisis).

Planteado el asunto de esta manera, resulta entonces que la reducción de la jornada está ligada al tema de la acumulación de los excedentes de la producción. Si de verdad los trabajadores ganaran todo lo que producen, no habría tal acumulación de excedentes y no tendríamos por qué reducir la jornada laboral, salvo, por supuesto, cuando individual y libremente cada trabajador decida trabajar menos, porque así le viene en gana.

Vayamos entonces al tema de los excedentes, aunque aquí es donde Rothgueisser dice que el ”rollo marxista” no es admisible. Admisible o no, tenemos que tratar el tema, porque de ello depende todo.
Pero de eso no ocuparemos más adelante.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¿Por qué cuatro horas? (Respuesta a ‘Mil Demonios’)

Como Hans Rothgiesser (y de paso, El Morsa), muchos se preguntan por qué hemos elegido proponer la jornadas de cuatro horas, y no la de cinco, o la de tres, o cualquier otra.
La pregunta es pertinente, aunque, debo decir, no es tan importante como parece.
No es tan importante, porque lo que estamos proponiendo, más allá de si son ahora cuatro, tres o cinco horas, es un acuerdo para la reducción progresva de la jornada, en proporción con el aumento de la productividad. Si hoy se estableciera la jornada de cuatro horas, lo más probable es que, dentro de diez o quince años, cuando se mida el incremento de la productividad ocurrido desde hoy hasta entonces, se tenga que establecer la jornada de tres horas. Y luego de treinta años, la de dos horas. De manera que, aunque hoy empezáramos por trabajar seis horas, tarde o temprano trabajaremos cuatro, y más tarde dos, y más tarde (ya no nosotros, sino nuestros hijos o nietos), una. Y así sucesivamente.
Así que la discusión sobre por qué cuatro horas es, en realidad, una discusión sobre desde dónde empezamos a caminar, pero estando de acuerdo en que, de todas maneras, vamos hacia el mismo lugar.
¿Por qué empezar por las cuatro horas?
Primero, para recuperar, aunque sea en parte, el enorme retraso que se ha acumulado en noventa años, desde que se estableció la jornada de ocho horas. Desde entonces, la productividad, como decimos en el vídeo, ha aumentado alrededor de 600%, y la jornada, lejos de reducirse, se ha prolongado (esto en los últimos veinte años) hasta doce o catorce horas.

Segundo, porque establecer, por ejemplo, seis horas, como lo intentaron hacer en Europa (las 35 horas semanales de Francia equivalían más o menos a seis horas diarias), tiene el problema de que gran parte de esa reducción puede ser absorbida por la elasticidad en el rendimiento (se ha comprobado que si se reduce la jornada en una hora, por ejemplo, la gente tiende a trabajar más rápido, y termina produciendo en siete horas lo que antes producía en ocho). Debido a esta elasticidad en el rendimiento, las seis horas podrían no tener un impacto importante en la creación de nuevos puestos de trabajo, que es un objetivo fundamental de nuestra propuesta. En cambio, con cuatro horas aseguraríamos que el impacto en el desempleo sea contundente. ¡Podríamos lograr, en poco tiempo, nada menos que el pleno empleo a nivel mundial!. Tengamos en cuenta que el pleno empleo a nivel mundial (algo que hasta hoy parece un sueño inalcanzable) significa, por lo menos, el pricipio del fin de la pobreza en el mundo.
Viendo las asombrosas cifras del aumento de la productividad, podríamos proponer la jornada de dos horas, es verdad. La jornada de cuatro es una meta más prudente, por ahora. Evitaría un salto que puede ser traumático. Inclusive proponemos, (y esto lo explica el libro) que las cuatro horas se implanten, a su vez, de manera progresiva: media hora de reducción cada mes, hasta llegar, en ocho meses, a la jornada de cuatro horas. Esta forma paulatina tiene por objeto evitar, como dije, cualquier efecto traumático en el mercado.
Tercero, no olvidemos que, ya en 1932, Bertrand Russell propuso la jornada de cuatro horas. Nosotros estamos retomando, ochenta años más tarde, algo que ese sabio ya consideraba posible en su época. ¡Con cuánta mayor razón hoy!
En resumen, cuatro horas es una cifra que permite proyectarnos a un escenario de pleno empleo y, desde ese nuevo escenario, continuar reduciendo periódicamente la jornada, ya no solamente para eliminar el desempleo y la pobreza (cosa que ya se habrá conseguido), sino para liberarnos como seres humanos, para conquistar el tiempo libre, para dejar de ser esclavos del trabajo, para poner la economía a nuestro servicio, en lugar de ser esclavizados por ella.
Copntinuaremos respondiendo a otras observaciones de Mil Demonios más adelante.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Nueva respuesta a Mil Demonios

Agradezco a Hans Rothgiesser (espero haberlo escrito bien) la atención que brinda a este tema, objeto de mis desvelos desde hace años.
He visto el vídeo de Matt Ridley, me encantó, no tengo nada que objetar. Creo que Marx lo suscribiría sin inconvenientes. Basta leer el Manifiesto Comunista para ver la fascinación de Marx por el progreso tecnológico conseguido en el capitalismo, gracias a la constante innovación, el intercambio, el mecado, etc.
Sugiero al amigo Hans que se tome la molestia de leer mi libro “Manifiesto del siglo XXI”, para que tenga una idea más completa de mi planteamiento y de la información y la bibliografía que lo sustentan. Así tal vez podremos ahorrarnos algunas explicaciones.
De paso, anímese también a leer ”Habla el Viejo”, mis conversaciones con el fantasma de Marx. Hans es claro y entretenido escribiendo, así que supongo que le gusta leer cosas claras y entretenidas, y creo que ese libro no lo decepcionará.
Vamos ahora al argumento principal que Hans nos expone esta vez. Lo que dice es que, si bien hoy en día tenemos una productividad mucho más alta que hace 80 años (cuando Keynes vivía), también tenemos necesidades mucho mayores. Es verdad, dice, que si nuestras necesidades fueran las mismas de antes, deberíamos trabajar mucho menos. El asunto es que hoy consumimos mucho, pero muchísimo más, y por eso seguimos trabajando igual, o incluso más.
Es cierto que hoy consumimos mucho más cosas que antes. Cosas que en cierto momento fueron superfluas, hoy se han vuelto indispensables (internet es una de ellas, tal vez la más notable).
Vamos al ejemplo de la luz eléctrica. Keynes tenía que trabajar ocho segundos para obtener una hora de luz eléctrica. Lo que significa que, para obtener 8 horas, trabajaba 64 segundos al día (poco más de un minuto).
El trabajador inglés de hoy, según el bien informado Ridley, tiene que trabajar 4 segundos para obtener ocho horas de electricidad. Ojo: la diferencia no es de siete segundos y medio, sino ¡dieciséis veces menos!. Esa es la manera correcta de expresar la diferencia de productividad. En un día no ha ahorrado 7 segundos y medio, sino 60 segundos.

Ahora el asunto está en saber cuántas horas de electricidad diaria necesita hoy ese trabjador inglés. Probablemente, considerando que hoy tiene mucho más aparatos eléctricos que los que tenía Keynes, necesita mucho más horas de electricidad también. Muy bien, pero el problema es ¿cuánto más? En eso reside toda la cuestión. Porque si necesita, por ejemplo, 16 horas, tendría que trabajar... 8 segundos (mucho menos, por cierto, que los 64 segundos de Keynes). De repente es todavía más, de repente son 24 horas, en cuyo caso necesitaría... 12 segundos. Pongámonos más exigentes: necesita 36 horas diarias de luz. En ese caso tenemos que trabajar, para conseguirlas... ¡16 segundos! Lo que sigue siendo menos, pero mucho menos, que lo que tenía que trabajar el pobre de Keynes.
¿Por qué, entonces, le dicen que debe seguir trabajando igual?
¿Cómo sabe el amigo Hans que, si hoy trabajamos ocho horas diarias, con una productivida)d seis veces superior a la que existía en los años de Keynes (ese dato lo cito en el vídeo, es porque consumimos seis veces más que entonces?
¿Cómo sabemos que estamos consumiendo todo lo que estamos produciendo, y no que una gran parte excedente de esa producción se la están quedando otros?
Perdón, pero cuando se trata de mi vida de mi trabajo, de mi tiempo, tengo que ponerme exigente, y no puedo quedarme tranquilo con que me digan: ”ah, ahora produces muuucho más que antes, pero también consumes muuucho más, por eso tienes que trabajar igual”.
Si las proporciones son como las de la electricidad, me parece que las cifras no me cuadran. No creo que, aun consumiendo más energía como lo hacemos hoy, y suponiendo que nuestro incremento de productividad para el caso de la luz eléctrica sea de 1.600% (dieciséis veces más), para el caso del trabajador inglés, según los propios datos de Ridley, se justifique seguir trabajando igual (y mucho menos se justifica, por cierto, que se trabaje hoy doce horas, en lugar de las ocho de ley).
No solo el trabajador inglés, por cierto, ha aumentado su productividad. Lo han hecho los trabajadores de tode Europa, Estados Unidos, América Latina y Asia, en proporciones semejantes.
Una manera sencilla de convencernos que no estamos consumiendo todo lo que estamos produciendo es ver si hay un excedente por algún lado. Si no estamos consumiendo todo lo que producimos, debe haber un excedente, ”¡y tiene que estar en alguna parte!”, me dirán, y con toda razón.
¿No será, por casualidad, que el excedente está en los miles de millones de los gigantescos capitales que se han acumulado y se siguen acumulando, en proporciones asombrosas, inimaginables, en el mundo?
Si yo trabajo hoy doce horas, produzco con ello 9 o diez veces más que un trabajador que trabajaba ocho horas hace noventa años. Si con el salario que me pagan puedo consumir cuatro veces más que el trabajador de 90 años antes, o seis veces más que él, ¿tengo razones para sentirme contento?
Sí, y ¡No!. Sí, porque estoy mejor que ese colega de antes. pero ¡No!, porque, aun si consumo seis veces más, me están extrayendo, sin que me haya dado cuenta, un excedente, que es la diferencia entre seis y nueve. Un excedente que va a engrosar los capitales, que si no, ¿de dónde se engordan tanto?
No está mal, por cierto, que exista ahorro y acumulación. Son necesarios para reinvertirlos en innovación tecnológica, etc. Lo que está mal es que los excedentes, de manera silenciosa, muy bien disimulada, y aprovechándose de que no hemos sido buenos para sacar las cuentas que hemos debido sacar para evitar que nos engañen, los excedentes, digo, vayan todos a parar a las arcas del Capital, sin que nosotros tengamos el derecho a disfrutar de ellos. Y la mejor forma de disfrutarlos, una vez satisfechas nuestras necesidades actuales, todo lo amplias que puedan ser, es también descansando, disfrutando de tiempo libre, que para eso es la vida, caramba, no para ser esclavos del trabajo.
No podemos disfrutar de tiempo libre, por la sencilla razón de que el sistema del mercado, con todo lo bueno que es para propiciar la innovación tecnológica, es incapaz de reducir las jornadas de trabajo, y la experiencia histórica, tanto como la patética realidad de que hoy se imponga en el mundo la jornada de doce horas (para la abrumadora mayoría de la humanidad, y no para algunos gerentes japoneses, que una golondrina no hace verano), así lo demuestra de manera contundente.
Como también demuestra (la experiencia histórica), que la única y más expeditiva forma de reducir la jornada ha sido, y es, la huelga. La huelga pacífica, democrática y civilizada, pero huelga.
Continuaremos, supongo.