1) El supuesto abaratamiento de los precios.
Parece que, si tenemos la oportunidad de escoger cómo vamos a recibir nuestro aumento de productividad, no tendríamos por qué aceptar que se nos obligue a hacerlo por la vía de aumentar nuestro ocio, y podríamos, libremente, escoger recibir una mayor cantidad de bienes.¿Por qué pensar solamente en reducir la jornada cuando aumenta nuestra productividad, si también podemos aprovechar ese aumento para consumir más, mejorando nuestro nivel de vida?.
El mismo argumento ha sido esgrimido por Hans Rothgiesser, como hemos comentado en otro post.
Pero, ¿es verdad que podemos recibir mayor cantidad de bienes en proporción con nuestro aumento de productividad? ¿Es verdad que los precios se abaratan en proporción con nuestro aumento de productividad, permitiéndonos, en consecuencia, consumir más productos cada vez?
No es verdad, porque, para comenzar, no todos los precios se abaratan. Y lo peor es que los precios se abaratan menos para los pobres, para los más necesitados. ¿Por qué? Porque los precios de los alimentos, la vivienda y el transporte no disminuyen. Y, si no tiene usted la fortuna de acceder a salud y educación gratuitas, sabe que los precios de esos servicios tampoco tienden a abaratarse. Cualquier ama de casa sabe que los precios de esas cosas, en las cuales se consume casi todo el presupuesto de los más pobres, no han disminuido y, por el contrario, tienden a subir cuanto más aguda es la actual crisis mundial, cuanto más tierras de cultivo se destinan a los biocombustibles, cuanto más capitales buscan especular con el maíz y el trigo, cuanto más sube el petróleo y cuanto más escasea la vivienda en las zonas urbanas.
Sí se abaratan, es verdad, los precios de la vestimenta, y mucho más se abaratan los precios de los artefactos eléctricos y de los artículos superfluos.
Pero, para las grandes mayorías trabajadoras, estos artículos que sí se abaratan son precisamente, los que menor porción de su presupuesto representan, por la sencilla razón de que, cuanto más ajustado es el presupuesto de una familia, más se prescinde de las cosas prescindibles y menos de las indispensables.
Sin embargo esas grandes masas de trabajadores sí aumentan su productividad, y lo vienen haciendo en proporciones gigantescas con la actual revolución tecnológica. Millones de trabajadores en todo el mundo vienen aumentando de manera portentosa la productividad de las fábricas de automóviles, artículos electrónicos, calzado, artículos deportivos, vajilla, golosinas, en fin de todo aquello que es, precisamente, lo que menos pueden permitirse adquirir. ¿Acaso, entonces, puede decirse que su aumento de productividad se ve compensado por un mayor consumo de bienes?
Y aun para quienes ganan salarios menos exiguos, y que sí pueden permitirse el consumo de esos artículos no indispensables, ¿es acaso verdad que el aumento de su consumo corresponde con el aumento de su productividad? Tampoco corresponde, por la sencilla razón de que, para las clases medias, el gasto en alimentación, salud, transporte, educación y vivienda sigue ocupando una gran parte de su presupuesto.
De manera que el beneficio de la caída de los precios, que Schydlowsky ha supuesto que ocurre de manera universal, es inexistente para grandes masas, y solo existe parcialmente para otras.
En uno o en otro caso (inexistente o parcial), el beneficio no compensa el aumento de la productividad, por lo menos no lo hace para la inmensa mayoría de la humanidad, para la inmensa mayoría que somos los trabajadores.
2) El baratamiento de los precios rebaja el salario.
Por otra parte, en la hipótesis de que ocurriera, eventualmente, una disminución de precios de las cosas de primera necesidad, es seguro que esa disminución se traduciría, por vía de los mecanismos del mercado, en una disminución del salario.
En el primer gobierno de García tuvimos ocasión de experimentar cómo se cumple esta ley del valor (muy bien explicada por Marx y Engels), cuando, luego de años de control de precios sobre la leche, los pasajes urbanos y otros artículos de primera necesidad, los salarios se habían deprimido hasta niveles inauditos (30 dólares mensuales era un salario admisible en esa época).
Lo que ocurrió en el Perú de esa época constituye la mayor evidencia empírica de que Engels tenía razón cuando dijo: “Toda reducción por largo tiempo de los precios de los medios de subsistencia del obrero equivale a una baja del valor de la fuerza de trabajo y lleva, a fin de cuentas, a una baja correspondiente del salario”.
Lo cual se explica por la ley del valor. Para quienes no estén familiarizados con ella, podemos intentar una explicación más sencilla. Si cualquiera de nosotros se encuentra desempleado, la urgencia de encontrar trabajo lo llevará a hacerse la pregunta siguiente: “¿cuánto es lo mínimo que necesito ganar, para subsistir?” . Fijará entonces esta cifra (la menor posible) que le permite ofrecer su fuerza de trabajo al precio más atractivo para el empleador, compitiendo para ello con otros desempleados que pugnan por obtener el mismo puesto de trabajo. Cuanto más ajustada sea la cifra, más posibilidades tendrá de obtener el empleo, considerando que el empleador, cuando compare a postulantes de iguales aptitudes, decidirá, sin duda, tomar al que, entre ellos, cueste menos.
Cualquiera que haya atravesado por esa situación sabe de qué estamos hablando. Si no hubiera desempleo (precisamente, la reducción de la jornada es la vía directa para obtener el pleno empleo), las cosas serían distintas. pero, como sabemos, el desempleo es un mal permanente del capitalismo. Fluctúa, pero no desaparece.
Así que, como vemos, por la vía del abaratamiento de los precios no es posible que el trabajador vea compensado el aumento de su productividad.
No es cierto que “cualquiera de las dos opciones”, como dice D.S., funcione.
No hay comentarios:
Publicar un comentario