jueves, 23 de septiembre de 2010

Ganar lo que se produce: el dilema de mil demonios.

La tercera observación que hace Hans Rothgiesser se refiere al tema del excedente o, en otras palabras, de la plusvalía. Dice que si queremos sostener que el trabajador no recibe todo lo que produce, y que el capitalista se queda con una parte, ese el el “rollo marxista” y que la cosa se va a poner pesada.
No puedo aceptar el argumento de que ”el rollo marxista no se aplica aquí”. En realidad, no es argumento, es una descalificación a priori. Yo podría responder descalificando “el rollo de la escuela austriaca” (que Hans parece suscribir), diciendo que es el fundamentalismo neoliberal, o qué se yo. Por ese camino no vamos a ninguna parte.
Desde que en 1997 John Cassidy, en un célebre artículo publicado en New Yorker, propuso a Marx como el pensador del milenio, y poco después, en una encuesta de la BBC, el voto del público decretó lo mismo, ya resulta difícil sostener que ”el rollo marxista no se aplica”. Por el contrario, crece el consenso acerca de que el análisis que Marx hace del capitalismo es imprescindible para entender la economía actual.
Pero voy a tranquilizar a Hans (y, de paso, a los lectores): no voy a argumentar aquí y ahora sobre la teoría de la plusvalía. No es necesario hacerlo, podemos abordar la cuestión de otra manera.
Lo que yo digo es algo más sencillo, y lo digo en el vídeo. Cuando un trabajador pasa a usar una maquinaria más moderna y rápida, y con ello aumenta su productividad, ¿dónde va ese aumento de productividad? ¿Se reparte equitativamente entre el trabajador y la empresa?
La costurera de nustro ejemplo, cuando pasa a producir dieciséis polos diarios en lugar de ocho, ¿recibe una compensación adecuada a ese incremento de la producción?
Antes de responder, tengamos en cuenta que sería perfectamente posible que, habiendose duplicado la producción, se duplicaran también los salarios y las ganancias de la empresa. El trabajador pasaría a recibir un salario equivalente a la venta de ocho polos, en lugar de cuatro. Y la empresa pasaría a obtener una ganacia equivalente también a ocho, en lugar de cuatro. Ambas partes, trabajador y empresa, saldrían ganando.
Ahora, la pregunta es si esto efectivamente ocurre así, y a mí me resulta bastante obvio que no.
Cuando mi productividad como diseñador se cuadruplicó (en realidad, hasta se quintuplicó, probablemente), en los noventas, mi salario se incrementó, es cierto, pero ni remotamente se cuadruplicó (ni siquiera se duplicó).
Usted, amigo que nos lee ahora, haga el mismo razonamiento sobre su trabajo, y probablemente encontrará que le ocurre lo mismo.

Cuando se incorporan, en esta fabulosa revolución tecnológica que estamos viviendo, más y más adelantos tecnicos a nuestro trabajo, lo normal es que los incrementos de productividad que ellos acarrean vayan en beneficio de la empresa, mientras que nuestros salarios, si tenemos suerte, reciben un aumento de 10 o 20%, y si no la tenemos, nada. Es así como ocurren las cosas, y eso lo sabe cualquiera que trabaje por un salario. Ni siquiera se nos ocurre exigirle a la empresa que nos aumente en proporción con la productividad. En resumen, no recibimos todo el producto de nuestro trabajo.
Esta es, en resumidas cuentas, la respuesta a la pregunta que se hace Hans sobre si el trabajador debe ganar todo lo que produce. Debería, pero no gana eso, ni mucho menos.
Queda, entonces, un excedente, que se va aculmulando en forma de capital. Y queda por otra parte, un problema, porque por ese camino vamos, como hemos visto (y lo vemos en el vídeo) a los despidos, que ocurren cuando, habiendo aumentado la productividad, resulta que para producir lo mismo se necesitan menos trabajadores que antes, y el resto debe ser echado a la calle.
Y ese es, precisamente, el otro argumento para responder a Hans. Porque si los trabajadores ganaran todo lo que producen, y cuando aumenta su producción se les aumentara proporcionalmente el salario, entonces, según lo diría Keynes, aumentaría su consumo, y no deberían ocurrir despidos. Pero el caso es que ocurren. Y el caso es que hay desempleo permanente (“estructural”, para usar el eufemismo en boga).
La existencia del desempleo es la otra prueba de que no se consume todo lo que se produce.
Y para mostrar esto no hemos tenido que recurrir, ni por un momento, al temido “rollo de la plusvalía”, sino a simple sentido común y a la experiencia de cada uno.

martes, 21 de septiembre de 2010

Preguntas sobre las 4 horas (nuevo vídeo)


Marco Aurelio Denegri entrevista a Carlín sobre “Manifiesto del siglo XXI” y la jornada de cuatro horas (diciembre 2006).

jueves, 16 de septiembre de 2010

Lo que un trabajador debe ganar (repuesta al segundo punto de Rothguiesser)

La segunda observación de Hans Rothguiesser se refiere a cuánto debe ganar un trabajador. Hans nos exige definir si pensamos que un trabajador debe ganar solamente lo que necesita para vivir, o debe ganar lo que produce (en cuyo caso, solo queda esperar que produzca lo necesario para vivir, o si produce más que eso, tanto mejor para él).
Parece que si dijéramos que el trabajador debe ganar lo que necesita para vivir, eso sería conforme con la idea de limitar el tiempo de trabajo. Una vez obtenido lo que necesita para vivir, el trabajador no debería continuar trabajando, sino ir a su casa a descansar y a disfrutar del tiempo libre.

Si dijéramos, en cambio, que el trabajador debe ganar lo que produce, parecería que esa respuesta no admite la limitación del tiempo de trabajo. Si Desea trabajar más, porque desea ganar más, no se le debe impedir que prolongue su jornada de trabajo hasta donde le plazca.
Pero, en realidad, faltan otras preguntas, que nos pueden sacar de esa dicotomía:
1)¿cuándo el trabajador gana todo lo que produce, y cuándo le retribuyen solo parte de lo que produce, quedándose la empresa con otra parte, bajo la forma de ganancia?
2)¿qué pasa con el trabajador que no gana según lo que produzca, sino que es retribuido con un sueldo o salario fijo? ¿Acaso este trabajador gana más cuanto más trabaja? De ninguna manera. Cuanto más trabaja esta persona, recibe el mismo salario y, obviamente, el resto queda como utilidad de la empresa.

Las preguntas tienen que ver con la jornada de trabajo. Veamos:
1)Cuando se producen adelantos técnicos que permiten dar saltos en la productividad (como es el caso de la actual revolución informática), lo que significa que los trabajadores pasan a producir mucho más que antes, ¿acaso se les aumenta la retribución proporcionalmente a esa mayor producción (ya que, de hecho no se les reduce la jornada de trabajo, que sería otra forma de compensar el aumento de su productividad), para que, como quiere Hans, continúen “ganando lo que producen”, y no pasan a ganar, en realidad, de manera subrepticia, cada vez menos de lo que producen?
2)Si, como en el caso de la confeccionista que mostramos en el vídeo, el aumento de la productividad se vuelca hacia la utilidad de la empresa y no hacia el trabajador, lo más probable es que, tarde o temprano, ese aumento de la productividad se traduzca en despidos. Y, por otra parte, ese mismo aumento de la productividad se traduce también en un aumento de la composición orgánica del capital, como consecuncia del cual, a su vez, tiende a caer la tasa de ganancia (o sea, a agudizarse la crisis).

Planteado el asunto de esta manera, resulta entonces que la reducción de la jornada está ligada al tema de la acumulación de los excedentes de la producción. Si de verdad los trabajadores ganaran todo lo que producen, no habría tal acumulación de excedentes y no tendríamos por qué reducir la jornada laboral, salvo, por supuesto, cuando individual y libremente cada trabajador decida trabajar menos, porque así le viene en gana.

Vayamos entonces al tema de los excedentes, aunque aquí es donde Rothgueisser dice que el ”rollo marxista” no es admisible. Admisible o no, tenemos que tratar el tema, porque de ello depende todo.
Pero de eso no ocuparemos más adelante.

lunes, 13 de septiembre de 2010

¿Por qué cuatro horas? (Respuesta a ‘Mil Demonios’)

Como Hans Rothgiesser (y de paso, El Morsa), muchos se preguntan por qué hemos elegido proponer la jornadas de cuatro horas, y no la de cinco, o la de tres, o cualquier otra.
La pregunta es pertinente, aunque, debo decir, no es tan importante como parece.
No es tan importante, porque lo que estamos proponiendo, más allá de si son ahora cuatro, tres o cinco horas, es un acuerdo para la reducción progresva de la jornada, en proporción con el aumento de la productividad. Si hoy se estableciera la jornada de cuatro horas, lo más probable es que, dentro de diez o quince años, cuando se mida el incremento de la productividad ocurrido desde hoy hasta entonces, se tenga que establecer la jornada de tres horas. Y luego de treinta años, la de dos horas. De manera que, aunque hoy empezáramos por trabajar seis horas, tarde o temprano trabajaremos cuatro, y más tarde dos, y más tarde (ya no nosotros, sino nuestros hijos o nietos), una. Y así sucesivamente.
Así que la discusión sobre por qué cuatro horas es, en realidad, una discusión sobre desde dónde empezamos a caminar, pero estando de acuerdo en que, de todas maneras, vamos hacia el mismo lugar.
¿Por qué empezar por las cuatro horas?
Primero, para recuperar, aunque sea en parte, el enorme retraso que se ha acumulado en noventa años, desde que se estableció la jornada de ocho horas. Desde entonces, la productividad, como decimos en el vídeo, ha aumentado alrededor de 600%, y la jornada, lejos de reducirse, se ha prolongado (esto en los últimos veinte años) hasta doce o catorce horas.

Segundo, porque establecer, por ejemplo, seis horas, como lo intentaron hacer en Europa (las 35 horas semanales de Francia equivalían más o menos a seis horas diarias), tiene el problema de que gran parte de esa reducción puede ser absorbida por la elasticidad en el rendimiento (se ha comprobado que si se reduce la jornada en una hora, por ejemplo, la gente tiende a trabajar más rápido, y termina produciendo en siete horas lo que antes producía en ocho). Debido a esta elasticidad en el rendimiento, las seis horas podrían no tener un impacto importante en la creación de nuevos puestos de trabajo, que es un objetivo fundamental de nuestra propuesta. En cambio, con cuatro horas aseguraríamos que el impacto en el desempleo sea contundente. ¡Podríamos lograr, en poco tiempo, nada menos que el pleno empleo a nivel mundial!. Tengamos en cuenta que el pleno empleo a nivel mundial (algo que hasta hoy parece un sueño inalcanzable) significa, por lo menos, el pricipio del fin de la pobreza en el mundo.
Viendo las asombrosas cifras del aumento de la productividad, podríamos proponer la jornada de dos horas, es verdad. La jornada de cuatro es una meta más prudente, por ahora. Evitaría un salto que puede ser traumático. Inclusive proponemos, (y esto lo explica el libro) que las cuatro horas se implanten, a su vez, de manera progresiva: media hora de reducción cada mes, hasta llegar, en ocho meses, a la jornada de cuatro horas. Esta forma paulatina tiene por objeto evitar, como dije, cualquier efecto traumático en el mercado.
Tercero, no olvidemos que, ya en 1932, Bertrand Russell propuso la jornada de cuatro horas. Nosotros estamos retomando, ochenta años más tarde, algo que ese sabio ya consideraba posible en su época. ¡Con cuánta mayor razón hoy!
En resumen, cuatro horas es una cifra que permite proyectarnos a un escenario de pleno empleo y, desde ese nuevo escenario, continuar reduciendo periódicamente la jornada, ya no solamente para eliminar el desempleo y la pobreza (cosa que ya se habrá conseguido), sino para liberarnos como seres humanos, para conquistar el tiempo libre, para dejar de ser esclavos del trabajo, para poner la economía a nuestro servicio, en lugar de ser esclavizados por ella.
Copntinuaremos respondiendo a otras observaciones de Mil Demonios más adelante.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Nueva respuesta a Mil Demonios

Agradezco a Hans Rothgiesser (espero haberlo escrito bien) la atención que brinda a este tema, objeto de mis desvelos desde hace años.
He visto el vídeo de Matt Ridley, me encantó, no tengo nada que objetar. Creo que Marx lo suscribiría sin inconvenientes. Basta leer el Manifiesto Comunista para ver la fascinación de Marx por el progreso tecnológico conseguido en el capitalismo, gracias a la constante innovación, el intercambio, el mecado, etc.
Sugiero al amigo Hans que se tome la molestia de leer mi libro “Manifiesto del siglo XXI”, para que tenga una idea más completa de mi planteamiento y de la información y la bibliografía que lo sustentan. Así tal vez podremos ahorrarnos algunas explicaciones.
De paso, anímese también a leer ”Habla el Viejo”, mis conversaciones con el fantasma de Marx. Hans es claro y entretenido escribiendo, así que supongo que le gusta leer cosas claras y entretenidas, y creo que ese libro no lo decepcionará.
Vamos ahora al argumento principal que Hans nos expone esta vez. Lo que dice es que, si bien hoy en día tenemos una productividad mucho más alta que hace 80 años (cuando Keynes vivía), también tenemos necesidades mucho mayores. Es verdad, dice, que si nuestras necesidades fueran las mismas de antes, deberíamos trabajar mucho menos. El asunto es que hoy consumimos mucho, pero muchísimo más, y por eso seguimos trabajando igual, o incluso más.
Es cierto que hoy consumimos mucho más cosas que antes. Cosas que en cierto momento fueron superfluas, hoy se han vuelto indispensables (internet es una de ellas, tal vez la más notable).
Vamos al ejemplo de la luz eléctrica. Keynes tenía que trabajar ocho segundos para obtener una hora de luz eléctrica. Lo que significa que, para obtener 8 horas, trabajaba 64 segundos al día (poco más de un minuto).
El trabajador inglés de hoy, según el bien informado Ridley, tiene que trabajar 4 segundos para obtener ocho horas de electricidad. Ojo: la diferencia no es de siete segundos y medio, sino ¡dieciséis veces menos!. Esa es la manera correcta de expresar la diferencia de productividad. En un día no ha ahorrado 7 segundos y medio, sino 60 segundos.

Ahora el asunto está en saber cuántas horas de electricidad diaria necesita hoy ese trabjador inglés. Probablemente, considerando que hoy tiene mucho más aparatos eléctricos que los que tenía Keynes, necesita mucho más horas de electricidad también. Muy bien, pero el problema es ¿cuánto más? En eso reside toda la cuestión. Porque si necesita, por ejemplo, 16 horas, tendría que trabajar... 8 segundos (mucho menos, por cierto, que los 64 segundos de Keynes). De repente es todavía más, de repente son 24 horas, en cuyo caso necesitaría... 12 segundos. Pongámonos más exigentes: necesita 36 horas diarias de luz. En ese caso tenemos que trabajar, para conseguirlas... ¡16 segundos! Lo que sigue siendo menos, pero mucho menos, que lo que tenía que trabajar el pobre de Keynes.
¿Por qué, entonces, le dicen que debe seguir trabajando igual?
¿Cómo sabe el amigo Hans que, si hoy trabajamos ocho horas diarias, con una productivida)d seis veces superior a la que existía en los años de Keynes (ese dato lo cito en el vídeo, es porque consumimos seis veces más que entonces?
¿Cómo sabemos que estamos consumiendo todo lo que estamos produciendo, y no que una gran parte excedente de esa producción se la están quedando otros?
Perdón, pero cuando se trata de mi vida de mi trabajo, de mi tiempo, tengo que ponerme exigente, y no puedo quedarme tranquilo con que me digan: ”ah, ahora produces muuucho más que antes, pero también consumes muuucho más, por eso tienes que trabajar igual”.
Si las proporciones son como las de la electricidad, me parece que las cifras no me cuadran. No creo que, aun consumiendo más energía como lo hacemos hoy, y suponiendo que nuestro incremento de productividad para el caso de la luz eléctrica sea de 1.600% (dieciséis veces más), para el caso del trabajador inglés, según los propios datos de Ridley, se justifique seguir trabajando igual (y mucho menos se justifica, por cierto, que se trabaje hoy doce horas, en lugar de las ocho de ley).
No solo el trabajador inglés, por cierto, ha aumentado su productividad. Lo han hecho los trabajadores de tode Europa, Estados Unidos, América Latina y Asia, en proporciones semejantes.
Una manera sencilla de convencernos que no estamos consumiendo todo lo que estamos produciendo es ver si hay un excedente por algún lado. Si no estamos consumiendo todo lo que producimos, debe haber un excedente, ”¡y tiene que estar en alguna parte!”, me dirán, y con toda razón.
¿No será, por casualidad, que el excedente está en los miles de millones de los gigantescos capitales que se han acumulado y se siguen acumulando, en proporciones asombrosas, inimaginables, en el mundo?
Si yo trabajo hoy doce horas, produzco con ello 9 o diez veces más que un trabajador que trabajaba ocho horas hace noventa años. Si con el salario que me pagan puedo consumir cuatro veces más que el trabajador de 90 años antes, o seis veces más que él, ¿tengo razones para sentirme contento?
Sí, y ¡No!. Sí, porque estoy mejor que ese colega de antes. pero ¡No!, porque, aun si consumo seis veces más, me están extrayendo, sin que me haya dado cuenta, un excedente, que es la diferencia entre seis y nueve. Un excedente que va a engrosar los capitales, que si no, ¿de dónde se engordan tanto?
No está mal, por cierto, que exista ahorro y acumulación. Son necesarios para reinvertirlos en innovación tecnológica, etc. Lo que está mal es que los excedentes, de manera silenciosa, muy bien disimulada, y aprovechándose de que no hemos sido buenos para sacar las cuentas que hemos debido sacar para evitar que nos engañen, los excedentes, digo, vayan todos a parar a las arcas del Capital, sin que nosotros tengamos el derecho a disfrutar de ellos. Y la mejor forma de disfrutarlos, una vez satisfechas nuestras necesidades actuales, todo lo amplias que puedan ser, es también descansando, disfrutando de tiempo libre, que para eso es la vida, caramba, no para ser esclavos del trabajo.
No podemos disfrutar de tiempo libre, por la sencilla razón de que el sistema del mercado, con todo lo bueno que es para propiciar la innovación tecnológica, es incapaz de reducir las jornadas de trabajo, y la experiencia histórica, tanto como la patética realidad de que hoy se imponga en el mundo la jornada de doce horas (para la abrumadora mayoría de la humanidad, y no para algunos gerentes japoneses, que una golondrina no hace verano), así lo demuestra de manera contundente.
Como también demuestra (la experiencia histórica), que la única y más expeditiva forma de reducir la jornada ha sido, y es, la huelga. La huelga pacífica, democrática y civilizada, pero huelga.
Continuaremos, supongo.

lunes, 30 de agosto de 2010

English video of Manifesto

sábado, 28 de agosto de 2010

Respuesta al economista de los Mil Demonios.


Economía de los mil Demonios manifiesta estar de acuerdo con la propuesta de la jornada laboral de cuatro horas, aunque, por lo que veo, discrepa en cuanto a la manera de conseguirla.
Es digno de apreciar que, en medio de esta locura colectiva, un economista tenga la sensatez de reconocer que continuar trabajando doce horas diarias, como lo hace la mayoría de la gente, cuando hoy en día nuestra productividad es 6 o 7 veces superior a la que era cuando se conquistó la jornada de ocho horas, es absolutamente desquiciado.
El problema está, según “Mil Demonios”, en que los que merecen trabajar menos son solamente los que tienen alta productividad, y no los que, como nosotros los peruanos, la tenemos todavía muy baja.
He escuchado muchas veces ese argumento, a mi juicio equivocado. Las diferencias de productividad entre unos trabajadores y otros, como las que existen entre unos países y otros, se expresan en diferentes niveles de salario. Los trabajadores altamente calificados reciben, como es lógico, salarios más altos que los de baja calificación.
Lo que no es correcto es pretender que los trabajadores menos calificados tengan jornadas laborales más largas, para compensar así su menor productividad. Si eso se hace, el resultado es un efecto en cadena que termina por prolongar la jornada de todos.
Eso es exactamente lo que ha estado pasando en los últimos años, desde que los famosos Tigres de Asia empezaron a trabajar en jornadas de 12 horas, lo que generó una presión enorme en el competitivo mercado mundial (hoy globalizado), presión que se ejerció sobre los trabajadores europeos, de manera de irles arrebatando progresivamente sus conquistas laborales (bajo la amenaza de la ”deslocalización”). El resultado final ha sido la implantación, en Europa, de la jornada semanal de 60 y 65 horas, con lo cual, por cierto, se ha echado al canasto las 35 horas que en algún momento se impusieron en Francia y en Alemania.
No puede pensarse que los trabajadores altamente calificados reducirán sus jornadas de manera sostenible, si al mismo tiempo los menos calificados no las reducen o, peor aún, las prolongan, contrarrestando con ello la diferencia de productividad.
Si yo soy un trabajador altamente eficiente, y trabajo ocho horas, y de pronto resulta que un trabajador menos eficiente (en cualquier lugar del mundo), trabajando doce horas, puede igualar mi producción, y con ello me veo en riesgo de perder mi trabajo, ¿qué puedo hacer?. No me quedará más remedio que prolongar yo también mi jornada de trabajo (o reducir mi salario, cosa que no deseo), para impedir que el otro trabajador (mi competidor en el mercado de trabajo) me desplace.
La jornada de trabajo solo puede implantarse universalmente, y más aún en la actual economía globalizada. Así, y no de otra manera, se consiguieron las ocho horas en 1919.
Economía de los mil Demonios parece creer que no se necesita ninguna huelga ni tampoco una norma universal, sino que la libre decisión de los trabajadores se inclinará, de manera natural, a trabajar en jornadas más cortas.
Lo mismo pensó Keynes hace más de 80 años, cuando dijo : “nuestros nietos trabajarán 3 horas diarias”.
Hoy los bisnietos de Keynes (o los bisnietos de los contemporáneos de Keynes, si él no los tuvo) están trabajando, y no lo hacen en jornadas de tres horas, sino de doce. ¿Se necesitan mayor prueba de que, si no es mediante la acción organizada de los trabajadores en la huelga (pacífica y democrática, por supuesto), no conseguiremos la reducción de las jornadas de trabajo a la que tenemos, sobradamente, derecho?

jueves, 12 de agosto de 2010

NUevo vídeo: Manifiesto del siglo XXI



He tratado de sintetizar en un vídeo de 10 minutos mi planteamiento para dar solución a la gran fisura mundial del desempleo, la precarización laboral y la pobreza. Pido a mis amigos que me concedan solo diez minutos de su valioso tiempo para ver este vídeo y, si les gusta, me ayuden a difundirlo. Podemos así generar una cadena y preparar el terreno para que se produzca un movimiento mundial por la huelga de las 4 horas.
Muchas gracias.

jueves, 22 de julio de 2010

Comentario a un supuesto texto de Fidel Castro.


Circula un texto titulado “La otra tragedia”, que no puedo evitar comentar, brevemente por ahora, aunque espero que se genere debate sobre ello.

No creo que de una tercera guerra mundial, con armas nucleares, y con la violencia ejercida por los fundamentalismos (neoliberal e islámico, que ninguno es bueno) pueda resultar nada beneficioso para la humanidad. Se entraría en una larga noche de barbarie. Sería un retroceso histórico, trágico y terrible.

Hay una salida a la crisis del capitalismo, y está en la unión de las luchas de los trabajadores del mundo, alrededor de la reivindicación más importante, y la única capaz de revertir esta situación. Esa reivindicación es la jornada de cuatro horas, equivalente hoy a lo que en su momento fue la jornada de ocho horas (firme y lúcidamente apoyada por Marx y Engels).

El proletariado de China, Grecia, Estados Unidos y muchos otros países está comenzando a articular una respuesta al capital, con huelgas y manifestaciones. Confío en que la respuesta sea creciente y, más temprano que tarde, se abran las anchas alamedas para la movilización de las masas.

En todo caso, creo que así intentamos enfocar, marxistamente, la realidad actual.

Carlos Tovar

lunes, 17 de mayo de 2010

La verdad se va abriendo paso-


Por la columna de Humberto Campodónico nos enteramos de que Robert Brenner, de la Universidad de California, dice que la verdadera causa de la crisis actual es el largo declive de la tasa de ganancia (y no, como tanto se ha repetido, la falta de regulación financiera).
Cito a Campodónico:

"En opinión de Brenner, la “larga caída” encuentra su razón fundamental “en el declive prolongado de la tasa de ganancia promedio del sector privado en su conjunto”, lo que se refleja en la caída de largo plazo del PBI mundial. A continuación, explica lo que, según su parecer, son las causas de ese declive, lo que no es posible abordar en este artículo. Pero la lección fundamental es que, para “leer correctamente” las causas de la crisis debemos apartarnos del dogma que afirma que la libertad del mercado lleva a la “autoestabilización” del sistema, como plantea Summers."

Poco a poco se viene abriendo paso la verdad sobre la crisis. En el post anterior citamos a Alejandro Nadal, que sostiene lo mismo, aunque es aún más explícito: reconoce que la teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia pertenece a Marx.
Me gustaría saber qué dice, por ejemplo, Estanislao Maldonado, quien, cuando en una entrevista que me hizo Marco Sifuentes dije lo mismo que ahora dicen los dos economistas que cito (tres, si suponemos que Campodónico comparte el punto de vista), me tildó de "marxista desfasado".

martes, 6 de abril de 2010

Nuestra tesis encuentra respaldo en Alejandro Nadal


El conocido economista Mexicano Alejandro Nadal dice que la crisis mundial tiene su origen en la caída de la tasa de ganancia, tal como fue señalado hace siglo y medio por Carlos Marx, y tal como lo venimos sosteniendo en este blog, desde la aparición de mi libro “Manifiesto del siglo XXI”.
Lo que a Nadal le falta descubrir, por cierto, es que la tendencia a la caída de la tasa de ganancia es reversible, mediante la aplicación universal de una medida sencilla y de costo cero, que no es sino la reducción de la jornada laboral en forma proporcional al aumento de la productividad. La implantación de la jornada de 4 horas significaría no solo el fin de la crisis, sino el pleno empleo, la disposición de tiempo libre para todos y la apertura de una época nueva de estabilidad y verdadero progreso para la humanidad. Ese es, precisamente, nuestro aporte original a la teoría económica.

Conferencia


Este jueves al mediodía estaré en la Universidad Ruiz de Montoya (Paso de los Andes 970, Pueblo Libre), presentando mi Power Point “Manifiesto del siglo XXI”, por invitación de la poeta y catedrática de ese centro de estudios Rocío Silva Santisteban. El ingreso es libre.

martes, 9 de febrero de 2010

Las ingenuas propuestas de Oswaldo de Rivero


Reconforta encontrar que no estamos tan solos los que nos damos cuenta del grave problema de la destrucción del empleo por la tecnología. Pero cuando de proponer soluciones a este problema se trata, parece que muchos están afectados por una increíble ceguera.
Con el título “El imparable proceso de desproletarización mundial” , Oswaldo de Rivero aborda nuestro tema favorito, y lo hace con luces y sombras.
Empecemos por decir, como tantas veces lo hemos hecho, que es muy cuestionable hablar de un proceso de desproletarización mundial, como lo hace De Rivero:

Mucho antes que viniera esta recesión mundial, ya la revolución tecnológica estaba haciendo desaparecer las enormes factorías llenas de proletarios, y en su lugar, haciendo surgir fábricas automatizadas más repletas de software que de trabajadores


Diremos, como John Holloway, que estar sentado delante de una computadora es tan manual como estar sentado delante de un telar , para destacar, con esta frase, que lo que tenemos hoy día no es un propceso de desproletarización, sino el crecimiento de un nuevo proletariado, al lado del menguante proletariado tradicional. Este nuevo proletariado, mal llamado trabajador intelectual o trabajador del conocimiento, realiza su labor con computadoras, softwares o robots, pero no es menos proletario que el obrero fabril, si nos atenemos a la definición de proletario como aquel que vende su fuerza de trabajo para subsistir.
Pero dejemos por el momento el tema de la supuesta desproletarización, para entrar en lo más importante, que es la pérdida de puestos de trabajo debida al desarrollo de la tecnología. En esto sí que no se equivoca De Rivero:
El software y la automatización han reducido el número de trabajadores por unidad de producción en los países industrializados. En todos ellos el sindicalismo se ha reducido y con ello el poder que el proletariado había heredado desde la revolución industrial.

El problema es, ¿qué propone el autor para enfrentar ese problema? Dos cosas: mejorar la calificación de los trabajadores, y reducir la explosión demográfica:
Hoy, la revolución tecnológica y la explosión demográfica urbana en los países subdesarrollados han entrado en colisión. Esto obliga a que las políticas de empleo en estos países se apoyen, hoy más que nunca, en la planificación familiar y en una educación de calidad para lograr reducir el crecimiento de población urbana y hacerla más calificada. Si no se hace esto el desempleo aumentará, cualquiera que sea el modelo económico, porque la invención, para ahorrar labor humana, no se va detener.

Mejorar la calificación de los trabajadores, podría, en efecto, atenuar temporalmente el desempleo en los países tecnológicamente atrasados. Decimos temporalmente, porque el efecto de esa mejora se diluirá tan pronto como, acicateados por la nueva competencia de los trabajadores recién capacitados, aquéllos de los países ricos opten por mejorar, a su vez, su propia calificación, para con ello contrarrestar la nuestra. No pensaremos que se van a quedar de brazos cruzados esperando que les arrebatemos los cada vez más escasos puestos de trabajo ¿no es cierto?.
Pero, sea que al final de esta carrera por la calificación, ganen los trabajadores de los países ricos o los de los países emergentes, el problema del desempleo subsistirá, y creo que De Rivero no puede dejar de darse cuenta de ello.

Si tenemos cinco naranjas, y decimos a diez personas que cojan una naranja cada una, es de esperar que quienes logren cojerlas sean los más ágiles y más fuertes (los mejor calificados).
Si entrenamos a los menos ágiles y menos fuertes, y logramos equiparar su destreza con aquella de los otros cinco, es muy probable que, puestos a disputarse otras cinco naranjas entre diez personas, algunos de nuestros pupilos logren estar entre los cinco ganadores de naranjas. ¡Qué bueno!, dirá el señor De Rivero.
Pero con eso no hemos resuelto nada, en lo que se refiere al problema de la falta de naranjas. Sean quienes sean los ganadores, habrá cinco personas que se quedarán sin naranja.
Con lo que la propuesta de la capacitación, si bien temporalmente ventajosa para el tercer mundo, demuestra ser inútil para resolver el problema de fondo.

Pasemos ahora a la segunda idea: controlar el crecimiento de la población.
Para empezar: estamos a favor de que se reduzca el crecimiento de la población. Lo que vamos a decir es que ello, si bien es plausible, no solucionará el problema del desempleo.
Supongamos que hemos logrado evitar el crecimiento de la población mundial, alcanzando que esa cifra sea cero. ¿Habremos detenido con ello el avance de la técnica?. En ese mundo de crecimiento poblacional cero, los nuevos inventos seguirán apareciendo, y cada uno de ellos (cada nuevo robot, cada nuevo software, cada nueva tecnología automática) ocasionará la supresión de puestos de trabajo.
¿Qué haremos entonces? ¿Reducir la población, pasando a tener una cifra negativa, dirá tal vez De Rivero?
Espero que no lo piense, porque esa idea es un disparate.
Tampoco la reducción de la población eliminará el problema de la falta de puestos de trabajo.

Primera demostración, por el absurdo: si, en una sociedad de crecimiento poblacional cero, la tecnología continúa desarrollándose (como es natural y deseable que ocurra) continuará suprimiendo puestos de trabajo. Lo que, en otras palabras puede expresarse como que la cantidad de puestos de trabajo tenderá a ser cero.
Si la cantidad de puestos de trabajo tiende a cero, y pretendemos que la cantidad de seres humanos trabajadores se reduzca en proporción a la cantidad de puestos de trabajo disponibles, la conclusión de esta bien intencionada propuesta será, nada menos que la desaparición de la humanidad. Cuando la automatización haya avanzado al punto de suprimir todos los puestos de trabajo, y toque, en ese momento, automatizar las labores correspondientes al último puesto de trabajo restante, lo que deberá hacer el último habitante del planeta, ocupante de ese último puesto de trabajo existente, será suicidarse. Con ello habremos alcanzado, por fin, el equilibrio que De Rivero desea establecer entre la cantidad de habitantes del paneta y la cantidad de empleos disponibles.

¿Qué proponemos entonces, se preguntará el lector? ¿Acaso suprimir los inventos? ¿Prohibir la informática, como prefigura el universo de ”Dune”, la saga novelística?
Nada de eso. proponemos hacer lo que haría cualquier persona sensata, si se viera en la necesidad de repartir cinco naranjas entre diez personas: no pretender que cada persona coja una naranja, sino media naranja (no “su media naranja”, que es otra cosa).
Es decir, reducir el tiempo de trabajo, achicar la jornada, repartir el trabajo necesario –cada vez menos cuantioso– en partes iguales entre todos.
Si entregar media naranja a cada persona significa reducirle un alimento, si reducimos la cantidad de trabajo que realiza cada persona, ya no estamos hablando de un alimento, con la naranja, sino de una carga. Estamos, entonces, liberando a la gente del trabajo, en forma progresiva. Estamos repartiendo el pesado fardo del trabajo en partes cada vez más pequeñas para cada individuo. Estamos haciendo a la humanidad, por primera vez en la historia, más libre por cada hora de trabajo que se la ahorra a cada ciudadano.
¿No es esto lo sensato? Si la técnica nos alivia del trabajo, ¿no es justo y necesario que el trabajo sea cada vez menor para cada uno de nosotros?
Pero esta idea, que venimos sosteniendo desde hace años, y que sostuvieron en su momento Paul Lafargue y Bertrand Russell, parece, siendo tan simple, no ser visible para nadie hoy en día.
Los intelectuales dan vueltas y vueltas sobre el problema, y pueden proponer muchas cosas, pero jamás se les pasa por la cabeza una solución que a nosotros nos aparece tan obvia. ¿A qué se debe esta singular ceguera?
¿Leerá, por ventura, el inquieto señor De Rivero este texto? ¿Podemos abrigar la esperanza de que, algún día, algún intelectual nos escuche? ¿Hola, hay alguien allí?

martes, 8 de diciembre de 2009

Exitosas presentaciones

Cada vez son más frecuentes las presentaciones del Power Point de Manifiesto del siglo XXI.
Recientemente se presentó inaugurando la Escuela Sindical Jose Carlos Mariátegui, en la CGTP.
El viernes 4 se presentó en el III Festival del Libro de Arequipa.

En ambos casos, la acogida del público, especialmente de trabajadores y estudiantes, fué muy entusiasta.
Aquí algunas fotos del evento en Arequipa


Hoy martes 8 se presenta el Mainfiesto como parte de las actividades del Centro Cultural Aduni, en Villa El Salvador.
Parece que el trabajo de hormiga que venimos haciendo, con la ambiciosa meta de difundir a nivel mundial esta propuesta, empieza a dar frutos.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Charla y panel en la Católica


Este lunes 16 a las 6 pm doy la charla sobre Manifiesto del Siglo XXI en el auditorio de Ciencias Sociales de la Católica. Habrá un panel de economistas, entre ellos Javier Iguíñiz y Óscar Dancourt. Están invitados.

martes, 29 de septiembre de 2009

Más sobre hegemonía y estructuralismo

Dice Laclau que una de las razones por las que hay que revisar los conceptos marxistas es que la supuesta hegemonía del proletariado ya no existe más. Ya no es el proletariado el sujeto histórico de la transformación. Hay una multiplicidad de actores en el escenario social, en correspondencia con similar multiplicidad de conflictos (étnicos, de género, de minorías, etc.).
Para comenzar aclaremos que el marxismo no desconoce ni ha desconocido nunca la existencia de la diversidad en los conflictos. Las reivindicaciones feministas, por ejemplo, son de larga data; tampoco los conflictos étnicos son un descubrimiento de los años recientes. Lo que ocurre es que, en épocas de reflujo de la lucha del proletariado, estos conflictos sectoriales tienden a aparecer en primer plano.
Pero hay otra cosa más importante que decir sobre el tema. Mientras los intelectuales tratan de convencerse y convencernos de la fragmentación de las luchas populares, de las diferencias entre las reivindicaciones, diferencias que con frecuencia se contraponen, de manera que resulta imposible unificar las luchas (porque cuando se trata de hacerlo se convierten en el famoso “significante vacío”); mientras nos dicen todo eso, resulta que, en el otro lado del tablero, los patrones, los dueños del capital, están muy bien coordinados y unidos (en el G-8, por ejemplo) en el proyecto neocapitalista de imponer a los trabajadores mayores niveles de explotación.
Cito a José Pablo Feinmann:

“Es un fenómeno notable: en tanto las universidades occidentales proclaman las filosofías de la diferencia, de la destrucción de la centralidad, de la totalización, adoran la deconstrucción posestructuralista y el fragmentarismo posmoderno, la política del Imperio impone lo Uno, exalta la globalización de su cultura, de su poder y de sus proyectos bélicos. El piadoso multiculturalismo académico resulta patético a partir de la decisión del Imperio bélico-comunicacional (Estados Unidos) por controlar el planeta.”
Vale preguntarse: ¿es tan cierto que el proletariado ya no es capaz ser el sujeto unificador y protagónico del cambio?. Esto sería cierto si considerásemos que proletariado y clase obrera son sinónimos. Lo eran en el siglo XIX, pero ya no lo son.
Como dice John Holloway, ”estar sentado toda la jornada delante de una computadora es tan manual como estar sentado delante de un telar”. Lo que significa que, hoy en días tenemos el proletariado dividido en dos partes. Una, la clase trabajadora tradicional, sí tiene conciencia de sí misma. La otra, la nueva clase trabajadora del creciente sector de la informática, las comunicaciones y los servicios, todavía no tiene conciencia de ser proletaria. ¡Pero lo es!. La tarea es hacer que esta otra mitad del proletariado se asuma como tal. Y de lograrse este objetivo, no nos quepa duda de que, unidos, los trabajadores del mundo son la única y gigantesca fuerza capaz de derrotar a los explotadores y abrirse camino para salir del tenebroso pantano en que nos ha sumido el neoliberalismo.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Mañana explico en vivo el manifiesto del siglo XXI

Mañana jueves 6 de agosto, a las 7 pm, estaré en el Centro Cultural Garcilaso (Jr. Ucayali 391, Lima), presentando en power point la propuesta de la jornada de cuatro horas. Ingreso libre.

martes, 14 de julio de 2009

Comentarios sobre ”Hegemonía y Estrategia Socialista”, de Laclau y Mouffe.

Para quienes, como yo, reivindicamos la actualidad del marxismo, resulta un tanto abrumador encontrarnos con que, en el lapso de un par de décadas, se ha volcado sobre el pensamiento un caudal tan enorme de cuestionamientos, un viraje tan grande, que incluso el diálogo resulta difícil.
No han cambiado solo las ideas. Ha cambiado el léxico, de modo que quien habla usando categorías marxistas casi no puede entenderse con quien lo hace mediante conceptos del estructuralismo y la linguística, que son hoy predominantes.

A propósito de lo anterior –y para entrar en el tema del libro que nos ocupa– dicen Laclau y Mouffe que... “aquellas lógicas relacionales que fueran originariamente analizadas en el campo de lo lingüístico (en el sentido restringido), tienen un área de pertinencia mucho más amplia que se confunde, de hecho, con el campo de los social (op.cit., p.4).
Lo que ha venido sucediendo es que un modelo o esquema de pensamiento, surgido de la lingüística, ha tenido un efecto expansivo asombroso, al punto de introducirse y dominar (hegemonizar, dirían muchos) el horizonte actual de la filosofía, la sociología, la política, la antropología, la psicología, el periodismo, la crítica literaria, etc.
Cabe preguntarse: ¿es lícito esto?. Para quienes pensamos que, para entender los fenómenos sociales e históricos, debe partirse del análisis de la economía (las relaciones de producción, al decir de Marx), por ejemplo, ¿no representa este aluvión de la semiótica, la lingüística y el estructuralismo, una mutilación?
¿Dónde quedó el factor económico? ¿Cómo así se ha llegado al punto de negligir lo que antes era fundamental?

Trataremos de seguir un poco la pista del pensamiento para encontrar cómo se ha llegado a esto.
Para Laclau y Mouffe, “el hilo de Ariadna que preside la subversión de las categorías del marxismo clásico es la generalización de los fenómenos del ’desarrollo desigual y combinado‘(p. 5). Ello supone para los autores, la crisis de la categoría de ”sujeto”. Los actores sociales son vistos ahora como ”sujetos descentrados”... ”fragmentos dislocados y dispersos” (p. 4 y 5).
La realidad del capitalismo avanzado, dicen, nos obliga a deconstruir la noción de ”clase social”. Ya no es la clase, sino que son distintas formas de subordinación –de clase, de sexo, de raza, ecológicas, antinucleares, etc., las que deben ”articular sus luchas” para lograr un objetivo (que, por cierto, ya no es el socialismo sino la “radicalización de la democracia”). Hay que abandonar, entonces, la posición iluminista de creer en clases predestinadas, para entender la multiplicidad y diversidad de las luchas contemporáneas.
¿Qué tan cierto es que las clases ya no juegan el papel determinante?
Por otra parte, ¿es verdad que el marxismo no entiende o menosprecia la multiplicidad de conflictos étnicos, sexuales, ambientales, ni tampoco la diversidad de sectores sociales que luchan contra la opresión (hoy llamada, más asépticamente, ”subordinación”)?
Responderemos a estas preguntas próximamente.

jueves, 2 de abril de 2009

Decrecimiento y progreso.


En diversos medios se publica un artículo de Rómulo Pardo acerca del decrecimiento sustentable.
Para comenzar a entender la idea del decrecimiento, es bueno establecer que crecimiento y progreso son cosas muy distintas, aunque por mala costumbre se los ha llegado a ver casi como sinónimos. Es el progreso (entendido como el logro de mejores niveles de vida para los seres humanos) lo que deberíamos perseguir. El crecimiento, por el contrario, es la obsesión insana de los gobernantes actuales y, al mismo tiempo, el gran destructor de nuestro ecosistema.
Ya Iván Illich, Alberto Buela y muchos otros autores han planteado el decrecimiento como una necesidad para el verdadero progreso.
Lo que resulta lamentable es que no se hayan dado cuenta de que la vía más efectiva para llegar al decrecimiento es la reducción de la jornada de trabajo. O, para ser más concretos, la jornada de cuatro horas, que este blog ysu autor vienen planteando desde hace años.
La reducción de la jornada de trabajo es la vía efectiva hacia el decrecimiento, además de ser la única vía para solucionar la crisis económica mundial.

Reduciendo la jornada (empezando por establecer las cuatro horas de trabajo) se frena la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, porque se impide que siga creciendo la composición orgánica del capital. Al estabilizar la tasa de ganancia, la reducción de la jornada suprime la contradicción que empuja al capital a la especulación financiera y a la sobreexplotación del trabajo, dos plagas contemporáneas de las que todos tenemos amplia noticia.

Reduciendo la jornada se conquista el tiempo libre para los ciudadanos y, con ello, una nueva correlación de fuerzas y un nuevo poder ciudadano.

Reduciendo la jornada se obtiene el pleno empleo, lo que, a su vez, constituye el medio de redistribución de la riqueza más efectivo que pueda imaginarse. El pleno empleo conduce a un fortalecimiento de los sindicatos y a la mejora de los salarios y de las condiciones de trabajo, al invertir la correlación entre capital y trabajo en el juego del mercado.

Reduciendo la jornada, finalmente, se logra detener el crecimiento económico, entrando en un esquema de reproducción simple, donde a cada incremento de productividad se corresponde con una disminución exactamente proporcional del tiempo de trabajo.

Ahora bien, pretender establecer el decrecimiento SIN REDUCIR LA JORNADA DE TRABAJO, y solamente por medio de la planificación, de la reducción del consumo de ciertos sectores, de las apelaciones a la conciencia cívica, a la solidaridad o cualquier otra de las bienintencionadas medidas que propone el autor del artículo, es algo improbable.

Las buenas intenciones del autor se diluyen si no se da cuenta de que es la reducción de la jornada la medida clave para alcanzar lo que se propone, y mucho más que lo que se propone.

jueves, 8 de enero de 2009

El espejismo de la técnica


Acabo de recibir un artículo sobre los fantásticos adelantos que la técnica nos está preparando para los próximos 25 años.
Los mejores científicos del mundo están reunidos en las universidades de Harvard y Massachusets, preparando el lanzamiento de varios prodigios. Un robot hará un banco de madera en pocos segundos y con la finura de un ebanista. Una máquina leerá nuestro aliento y nos diagnosticará, después de revisar nuestro ADN, porqué nos está doliendo el hígado. Las medicinas las tomaremos con un chip que irá rezumando la droga necesaria en el momento preciso para lograr sobre nuestro organismo el efecto exactamente deseado.

Federico Capasso es el científico jefe del equipo que elabora ese aparato de diagnóstico a través del aliento. El dispositivo opera con rayos láser, según nos explica: “la idea es que un paciente vaya al consultorio del médico, inspire, exhale, y de esa manera salgan algunos ácidos. Amonio, pequeños rastros. El láser, que rebotaría para adelante y para atrás durante la respiración, podría absorber determinadas longitudes de onda, y las huellas de esa absorción podrían permitirle al médico saber de una manera no intrusiva cuál es el diagnóstico del paciente.”
Los científicos aseguran, muy contentos, que éste y los otros inventos que tienen entre manos facilitarán, sin lugar a dudas, una reducción de la pobreza en el mundo.
Me parece magnífico que se inventen esas cosas, que facilitan y simplifican el trabajo. Pero lamento decirles que no reducirán la pobreza en lo más mínimo, y por el contrario, lo más probable es que la aumenten.

Cada uno de esos aparatitos dejará sin trabajo a buena cantidad de gente. Ese diagnosticador de láser, por ejemplo, echará al infierno del desempleo a laboratoristas, radiólogos, ecografistas y tomografistas, para mencionar solo los que me vienen a la cabeza en este momento.
El bendito robot que hace un banco a madera en segundos, dejará sin trabajo a los ebanistas, por supuesto.
Cosa semejante ocurrirá con otros artilugios que tan entusiastamente están preparando.
Los científicos deberían abstenerse de hacer pronósticos sobre los beneficios que sus inventos derramarán por el mundo, porque están engañando a la gente.
Claro, ellos no tienen la culpa de que sus excelentes invenciones no vayan a producir los resultados que esperan (y que, según el sentido común, deberían producir, porque para eso se hacen).
Tampoco estamos sugiriendo que no inventen esas cosas, ni menos que sean destruidas las máquinas, como lo hacían los luditas antaño. Está muy bien que se invente todo eso, porque todo servirá para bien de la humanidad, pero servirá para ello cuando logremos poner sobre sus pies este mundo que ahora está patas arriba.
Todos esos prodigiosos aparatos que se nos anuncia operarán exactamente como los que ya están disponibles, es decir, las computadoras, los robots y el software: empujando al desempleo a miles y millones de seres humanos, cuyos anuncios de despido serán hechos a los cuatro vientos para que produzcan el efecto deseado, es decir, la subida de las cotizaciones de las acciones de las empresas.
Y provocarán también, por supuesto, que se presione (todavía más) a los que no sean despedidos (sabiendo que estarán aterrados) para que prolonguen sus jornadas de trabajo, y para que trabajen más intensamente, para demostrar con ello su total compromiso con los objetivos de sus queridas empresas.
Esto no es ninguna novedad, porque es lo que viene ocurriendo desde hace años. Todos lo hemos visto; no necesitamos que nos lo cuenten.
¿Por qué entonces, si todo eso está más que probado por la experiencia, siguen existiendo estúpidos tecnócratas que quieren engañarnos y engañarse con el trajinado espejismo de siempre?. Me refiero al espejismo de la técnica, al cuento de que la técnica, por sí sola, acarrea el bienestar.

Tan temprano como en 1848, John Stuart Mill decía: "Habría que preguntarse si todos los inventos producidos hasta ahora han aliviado el esfuerzo cotidiano de algún ser humano". No lo habían hecho entonces, y no lo han hecho ahora, porque la gente se sigue negando a comprender algo que es elemental, y que es la clave de esta situación absurda y contradictoria.
Los adelantos de la técnica sólo pueden producir bienestar si se establece que, por cada uno de esos avances, se reduzca el tiempo de trabajo de los seres humanos, em forma exactamente proporcional al aumento de la productividad que se va a obtener con el nuevo artefacto. O, lo que es lo mismo: que cada año la jornada de trabajo se reduzca en exacta proporción con el aumento de la productividad. Como dice Galeano: ¿para qué son buenas las máquinas si no es para trabajar menos?
Pero aquí viene el problema, que es, aunque no queramos creerlo, la clave de toda la crisis mundial. Sucede que este sistema, el capitalismo, carece de ningún mecanismo que le permita reducir la jornada de trabajo. El mercado, señores apologistas de la libre competencia, sirve magníficamente para muchas cosas, la principal de las cuales es el acicate para el progreso de la técnica y el aumento de la productividad. Pero, al mismo tiempo, el mercado es la peor traba que puede ponerse a la reducción del tiempo de trabajo. Ninguna empresa, ni menos algún país, por poderoso que fuere, va a reducir su jornada de trabajo por efecto del mercado. Ocurre todo lo contrario: todos tratan ahora de prolongar las jornadas, para sacar ventaja en la alocada carrera por la competitividad.

Y como no se produce, por obra del sacrosanto mercado, esa reducción del tiempo de trabajo; y como la gente se encuentra hipnotizada por el temor a profanar las leyes del sacrosanto mercado; y como seguimos engañados por el espejismo de la técnica, pues entonces ocurre que todos los inventos, pensados y hechos para que la humanidad tenga una vida mejor y más placentera, se convierten, en manos del mercado (en manos del capital, para decirlo más claro) en la peor maldición para el ser humano, en la causa de miles y millones de despidos, en el medio de esclavizar a los trabajadores en jornadas cada vez más extenuantes y, finalmente, en la siniestra y silenciosa plaga que corroe las ganancias, que tira hacia abajo las tasas de utilidad de las empresas, empujando a los capitales a tentar, por medio de la especulación financiera, contrarrestar esa corriente que los arrastra hacia abajo.
Y ya sabemos en qué terminan estos procesos de especulación financiera.
Ya es tiempo de parar toda esta locura.
Tenemos que entender que los inventos solo benefican a la humanidad si se reduce el tiempo de trabajo de los seres humanos. Tenemos que darnos cuenta de que la humanidad está yendo hacia la barbarie, porque cada vez hay más desempleo, cada vez se explota más a los que conservan su empleo, y cada vez hay más presión hacia la baja de las ganancias (esto último porque, como dijo Marx, al reducirse la cantidad de trabajo que interviene en la producción de las mercancías, se reduce el valor que se agrega en el proceso de producción, es decir, la plusvalía).
Tenemos que comprender que esta combinación de desgracias, ocasionadas todas por el sencillo hecho de que no se está reduciendo (sino, por el contrario, aumentando) la jornada de trabajo en el mundo, es altamente explosiva. Estamos entrando en la barbarie.
Barbarie es que se pretenda apresar, recluir en campos de concentración y expulsar como a apestados a los inmigrantes en la "civilizada" Europa. Barbarie es que se construyan murallas, como en el medioevo, para dejar fuera de ellas a los desdichados que deambulan en busca de trabajo. Barbarie es que se empiecen una guerra cuando termina otra, porque la guerra es hoy una gran fuente de ganancias para las ávidas corporaciones. Barbarie es que ciudades enteras sean asoladas por pandillas de jóvenes vagabundos porque la sociedad condena de uno de cada tres de ellos al desempleo, es decir, porque no hya lugar en este mundo para que ellos tengan una vida digna.
¡Y pensar que todo este encadenamiento de tragedias y desdichas se solucionaría con una sola medida, sencilla, inmediata y sin costo, como es la reducción de la jornada de trabajo!